Transnational Institute
Traducido por Beatriz Martínez
Los
líderes políticos del mundo no podían decir que no habían sido
advertidos. Poco antes de que comenzaran las negociaciones sobre el
clima de la ONU a principios de diciembre de 2012 en Qatar, no eran solo
el Banco Mundial, la Agencia Internacional de la Energía y la compañía internacional de contabilidad PWC
los que preveían unos peligrosos niveles de cambio climático. Incluso
la naturaleza parecía dar voces de alarma con unos huracanes fuera de
temporada que devastaron Nueva York y algunas islas del Caribe y las
Filipinas. Ante tal panorama, cualquiera hubiera esperado una respuesta
decidida por parte de los Gobiernos del mundo. En lugar de ello, la
cumbre de la ONU pasó prácticamente desapercibida para los medios
internacionales y culminó con otra declaración vacía que, según Amigos
de la Tierra, es “una farsa” que “falla en todos los sentidos”.
Ante
uno de los grandes desafíos a los que se hayan enfrentado jamás nuestro
planeta y sus pueblos, es evidente que nuestros líderes políticos han
fracasado. Así, en marcado contraste con la gran acción coordinada para
rescatar a los bancos y estimular el sistema financiero, en este caso
los Gobiernos han optado por mantenerse al margen, dando carta blanca a
los mercados y a los gigantes de los combustibles fósiles en lugar de
atreverse a planificar una conversión de nuestras economías, basadas en
las emisiones de carbono.
No es que los Gobiernos hayan decidido
quedarse de brazos cruzados, como suele decirse, sino que están
asegurándose activamente de que el cambio climático sea una realidad. Y
es que cada planta de carbón construida en China, cada pozo petrolífero
perforado en el Ártico y cada yacimiento de gas explotado por
fracturación hidráulica en los Estados Unidos de petróleo fijan carbono
en la atmósfera durante al menos mil años y eso significa que, aunque en
los próximos años se tomen medidas radicales para reducir las
emisiones, nada será suficiente para impedir que el calentamiento global
se desboque.
El presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim,
señaló que el informe elaborado por la institución que dirige prevé un
aumento de las temperaturas de 4 grados Celsius antes del fin del siglo y
que eso daría lugar a un mundo “muy inquietante.”
Por
primera vez, la cuestión de cómo pagar ‘las pérdidas y los daños’ que
ya está provocando el cambio climático entre las personas más pobres y
vulnerables del mundo alcanzó un protagonismo importante en Doha. Es una
trágica paradoja que las discusiones sobre cómo detener el cambio
climático y cómo prepararse para él (lo que en la jerga de la ONU se
conoce como ‘mitigación y adaptación’) se hayan visto ahora eclipsadas
por las demandas de reparación y por la creciente preocupación –entre la
industria de los seguros, por ejemplo– de quién o qué va a pagar por
los daños causados por el cambio climático.
Estas narrativas son
profundamente alarmantes y desmovilizadoras. A la gente le resulta ahora
mucho más fácil imaginar un futuro distópico para sus hijos que un
mundo que ha aunado esfuerzos para evitar los peores efectos del cambio
climático. Así, lejos de impulsar la acción en masa, el miedo y la
inseguridad parecen estar llevando a la gente a desconectar del tema o a
buscar consuelo en teorías conspirativas.
¿Seguridad para qué y para quién?
Esta
apatía está siendo explotada por aquellos que acogen con agrado o que
buscan sacar provecho de la política de la inseguridad y de lo que el
Pentágono ha bautizado como ‘la era de las consecuencias’. En todo el
mundo –y muchas veces a puerta cerrada–, securócratas y estrategas
militares se dedican a practicar ‘ejercicios de prospectiva’ que, a
diferencia de sus jefes políticos, dan por sentado el cambio climático y
desarrollan opciones y estrategias para adaptarse a ‘los riesgos y las
oportunidades’ que este presenta .
Solo un mes antes de las
negociaciones sobre el clima de Doha, la Academia de Ciencias de los
Estados Unidos publicó un informe encargado por la CIA que buscaba
“evaluar las pruebas científicas sobre posibles conexiones entre el
cambio climático y las consideraciones en materia de seguridad
nacional”. El estudio llegaba a la conclusión de que sería “prudente que
los analistas de seguridad esperaran sorpresas climáticas en la próxima
década, como eventos aislados inesperados y potencialmente
perjudiciales y confluencias de eventos ocurridos de forma simultánea o
secuencial, y que estos sean cada vez más graves y más frecuentes, muy
probablemente a un ritmo crecientemente acelerado”.
¿Qué consecuencias tiene enmarcar el cambio climático como un problema de seguridad y no como un problema de justicia o de derechos humanos?
La
predisposición que siente la comunidad militar y de la inteligencia a
tomar en serio el cambio climático ha sido muchas veces bienvenida por
parte de la comunidad ambiental sin ningún tipo de análisis crítico. Los
organismos especializados en seguridad, por su parte, afirman que se
limitan a cumplir con su trabajo. Sin embargo, la pregunta que muy poca
gente está planteando es la siguiente: ¿qué consecuencias tiene enmarcar
el cambio climático como un problema de seguridad y no como un problema
de justicia o de derechos humanos?
En un mundo ya envilecido por
conceptos como ‘daños colaterales’, los participantes de estos nuevos
juegos de guerra climáticos no tienen por qué hablar con franqueza
acerca de lo persiguen, pero el trasfondo de su discurso es siempre el
mismo: ¿cómo pueden los países industrializados del Norte –en una época
de creciente escasez potencial y, se presupone, de crecientes
disturbios– protegerse a sí mismos de ‘la amenaza’ de los refugiados
climáticos, las guerras por los recursos y los Estados fallidos y, al
mismo tiempo, mantener el control de los principales recursos
estratégicos y cadenas de suministro. En palabras de la estrategia
propuesta en materia de cambio climático y seguridad internacional de la
UE, por ejemplo, “la mejor manera de considerar el cambio climático es como un multiplicador de amenazas ” que conlleva “riesgos políticos y de seguridad que afectan directamente a los intereses europeos”.
El negocio del miedo
Las industrias que florecen con la realpolitik
de la seguridad internacional también se están preparando para el
cambio climático. En 2011, el texto publicitario de una conferencia
sobre la industria de defensa sugería que el mercado de la energía y del
medio ambiente valía por lo menos ocho veces más que el propio negocio
de la defensa, estimado en un billón de dólares al año. El mismo texto
también apuntaba que “el sector aeroespacial, de defensa y seguridad,
lejos de quedar excluido de esta oportunidad, se está movilizando para
abordar lo que parece destinado a convertirse en su mercado adyacente
más significativo desde la fuerte emergencia del negocio de la seguridad
civil/interior hace casi una década”.
Puede que algunas de estas
inversiones acaben resultando de utilidad e importantes, pero el
discurso de la seguridad climática también está ayudando a alimentar un
auténtico boom de inversiones en sistemas de control de
fronteras de alta tecnología, tecnologías para el control de masas,
sistemas de armas ofensivas de próxima generación (como los drones
o aviones no tripulados) y las conocidas como ‘armas menos letales’.
Debería ser inconcebible que Estados democráticos se estén equipando de
esta forma para un mundo cambiado por el clima, pero cada año se ponen a
prueba y salen al mercado más aplicaciones. Teniendo en cuenta la
consolidación de las fronteras militarizadas en todo el mundo durante la
última década, nadie querría ser un refugiado climático en 2012; no
digamos ya en 2050.
No son solo las industrias de la represión las
que se están posicionando para beneficiarse de los temores sobre el
futuro. Las materias primas de las que depende la vida se están
incorporando en nuevas narrativas sobre seguridad basadas en temores
relativos a la escasez, la sobrepoblación y la desigualdad. Cada vez se
concede mayor importancia a cuestiones como la ‘seguridad alimentaria’,
la ‘seguridad energética’ y la ‘seguridad hídrica’, sin que se analice
en profundidad qué se está asegurando exactamente para quién, y a
expensas de quién. Pero cuando la situación percibida de inseguridad
alimentaria en Corea del Sur y Arabia Saudí está impulsando
acaparamientos y explotación de tierras en África, y el aumento de los
precios de los alimentos está provocando un malestar social
generalizado, tendrían que saltar las alarmas.
El discurso de la
seguridad climática da por sentado estos resultados. Se articula en
torno a la idea de ganadores y perdedores –los asegurados y los
condenados– y se basa en una visión de la ‘seguridad’ tan distorsionada
por la ‘guerra contra el terror’ que considera, fundamentalmente, que
hay personas desechables en lugar de promover la solidaridad
internacional que se necesita de forma tan obvia para encarar el futuro
de una manera justa y colaborativa.
La doble batalla contra el cambio climático
Para
hacer frente a la creciente securización de nuestro futuro, debemos
seguir luchando para poner fin a nuestra adicción a los combustibles
fósiles lo antes posible, sumándonos a movimientos como los que se
oponen a la explotación de las arenas bituminosas en Norteamérica y
formando amplias alianzas ciudadanas que presionen a municipios, estados
y Gobiernos para que transformen las bases de sus economías y minimicen
su huella de carbono. No podemos detener el cambio climático –ya está
ocurriendo– pero todavía podemos evitar sus peores consecuencias.
Sencillamente, no podemos permitirnos dejar nuestro futuro en manos de securócratas y corporaciones cuando se deben tomar decisiones difíciles.
Sin
embargo, también debemos prepararnos para reivindicar la agenda sobre
la adaptación al cambio climático, exigiendo que esta deje de basarse en
la adquisición por desposesión y en las interesadas agendas de
seguridad de los poderosos, y se centre en los derechos humanos
universales y la dignidad de todas las personas. Sencillamente, no
podemos permitirnos dejar nuestro futuro en manos de securócratas y
corporaciones cuando se deben tomar decisiones difíciles.
La reciente experiencia del huracán Sandy, en que el movimiento Occupy, con su respuesta a la crisis, dejó en evidencia al Gobierno federal, pone de manifiesto el poder de los movimientos populares para responder positivamente a catástrofes locales.
A
pesar de todo, las respuestas locales, de por sí, no bastan.
Necesitamos estrategias internacionales más amplias que controlen el
poder corporativo y militar y, al mismo tiempo, globalicen las
herramientas para la resiliencia. Esto significa proponer soluciones
progresistas sobre cuestiones como los alimentos, el agua y la energía, y
sobre cómo hacer frente a condiciones meteorológicas extremas que
ofrezcan alternativas viables a los enfoques basados en el mercado y
obsesionados con la seguridad que favorecen nuestros Gobiernos.
Pero
puede que lo más importante sea que debemos empezar a enmarcar estas
ideas en visiones positivas para el futuro, algo que ayudará a las
personas a rechazar la distopía y a reivindicar un futuro justo y
habitable para todos y todas.
Nick Buxton y Ben Hayes son
coeditores de un libro sobre la securización del cambio climático que
será publicado por el Transnational Institute en 2013.
Fuente: http://www.tni.org/es/article/
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