*Opinión
Por Araceli Olivos Portugal/Centro Prodh
México, DF.-
Con múltiples finalidades, la tortura pretende la anulación del ser humano en su más puro estado, así como la sustitución de su voluntad por los deseos u objetivos del verdugo (siendo éste un servidor público). Es igualmente una herramienta que sustituye la investigación científico-policial, mostrándonos la cara más pavorosa del Estado: la fácil disposición que con el poder se hace de nuestros cuerpos, nuestras vidas y nuestra dignidad.
Las instituciones estatales que alientan, organizan y/o protegen esta práctica, tienen carta abierta de legitimidad en pos de una lucha deshumanizante por el prostituido concepto de seguridad pública. De ahí que su uso más frecuente sea durante las detenciones a fin de obtener confesiones forzadas o declaraciones autoinculpatorias; teniendo además como incentivo, la inclusión de estas confesiones como prueba, (que ha sido llamada “la reina de las pruebas”) en el proceso.
En el mismo sentido, más allá de ese incentivo, la impunidad casi universal desdibuja el camino para su eliminación. Por ello, la tipificación de esta práctica sistemática y generalizada se vuelve fundamental para lograr una efectiva persecución, investigación y sanción de los responsables. Así, aunque en 99 por ciento de los estados está tipificada, en algunos códigos como el del Estado de México, el castigo no es un fin de la tortura y ello obstaculiza la lucha contra la represión.
Ante ello, tengamos en cuenta que el más alto estándar en el contexto internacional incluye una variedad de supuestos: dentro de una investigación obtener información o una confesión del torturado, castigar a la víctima, obligarla para que realice o deje de realizar una conducta, o cualquier otro fin.
Ahora bien, la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) sostuvo ante el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas que de 2005 a 2012 se aplicó el Protocolo de Estambul en 169 casos, de los cuales 127 confirmaron la tortura, sin embargo, ello derivó en sólo seis sentencias por ese delito, sin especificar si éstas son condenatorias o absolutorias. Lo anterior sumado al hecho de que en nuestro país se aplica un “Protocolo a la mexicana” diseñado por la Procuraduría General de la República (PGR) en 2003.
Las cifras indican que a pesar de ser el Protocolo la prueba idónea para comprobar el cuerpo del delito de tortura, el acceso a la justicia sigue enfrentando obstáculos evidentes, que concluyen en la total impunidad. Frente a esto, cabe resaltar que un problema técnico es que el Protocolo no sea una prueba tasada con pleno valor, por lo que estamos a merced de la famélica discrecionalidad jurisdiccional.
Adicionalmente, uno de los retos más recientes es supervisar que la prueba por excelencia para acreditar la tortura, que es el Protocolo de Estambul, se practique adecuada y diligentemente. Pues no faltan las dictaminaciones “a modo” o negligentes.
De este lamentable escenario, la entidad federativa que permanece en la sima es Guerrero, el único estado en el que no está tipificada la tortura ni en el Código Penal ni en una ley especial, a pesar de ser un ejemplo paradigmático del impulso y tolerancia de la tortura, que ha llevado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) a condenar al Estado mexicano en tres ocasiones.
El papel de las y los defensores de derechos humanos sigue siendo forzar el antebrazo del Estado para que su puño sea redireccionado a sí mismo, a fin de que la tortura se persiga y se sancione, logrando su erradicación.
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